El 15 de agosto de 2004, fue para Julio Blanco Primero, nuestro vecino, un día particularmente intenso de emociones. El Ayuntamiento Astorgano, realizaba un entrañable homenaje a su padre, en el 75 aniversario de su fallecimiento, que fue durante años director de la Banda Municipal de Música.
El acto constó de una primera parte en que D. José Antonio Carro Celada hizo una magistral semblanza de la figura de D. Leovigildo, y una segunda con un concierto a cargo de la Banda.
En el intermedio del concierto se descubrió una placa en honor del homenajeado, con unas palabras del Sr. Alcalde, respondiendo D. Julio, nuestro vecino, con unas emocionadas frases de agradecimiento y la entrega de la batuta de su progenitor que conservaba como oro en paño.
El concierto finalizó con el himno “Laureles de Tragedia”, música de Leovigildo Blanco y letra de Magín G. Revillo Fuertes, interpretado conjuntamente por la banda de música y la coral “Ciudad de Astorga”.
Guarda en su casa Julio Blanco Primero, en un salón presidido por un piano Chassaigue Freires, lacado en negro, con candelabros dorados, una fotografía de su padre Leovigildo Blanco Fuertes. Tiene la mirada viva y soñadora, la frente amplia, el pelo levemente ensortijado en las sienes y una pajarita a rayas. Andará por los treinta años de edad. Es el retrato de un joven músico, al que toda Astorga empezó a llamar un día con el sobrenombre de Paganini.
Blanco, un apellido musical
El apellido Blanco era, en aquella ciudad de principios del siglo XX, una marca de inconfundible valor musical. Blanco se llamaba don Mateo el que compuso el Himno del Centenario de los Sitios, y su hijo Pedro que llegó a ser director de la Sinfónica de Oporto; también Blanco y buen pianista fue Ricardo, el abuelo materno de Ramón Carnicer, y su hijo el organista de la Colegiata de Villafranca; Blanco de segundo apellido era Evaristo Fernández, nuestro ilustre compositor sinfónico de la Generación de la República. Y entre los familiares de Leovigildo, su tío Venancio Blanco, maestro de capilla de la Catedral de Astorga y recopilador del folklore en Las mil y una canciones populares de la región leonesa, que sería el maestro del popular Paganini, que se subió tantas veces a este templete en los años veinte, alternando la dirección de la Banda Municipal con Angel Julián, conocido impresor y editor de música, en cuyos talleres gráficos se publicaron varias partituras de Leovigildo Blanco.
¿Por qué le llamaban Paganini?
Toda Astorga le llamaba Paganini, con el nombre del virtuoso y caprichoso violinista italiano Nicola Paganini, pero Leovigildo Blanco era sólo director de la Banda, compositor de fáciles armonías y se manejaba nerviosamente ante el piano, aunque tenía buena disposición para otros instrumentos. ¿Por qué, entonces, Paganini? ¿por qué resultaba un nombre musical y popular y Leovigildo era también músico y popular?
Ni Julio, su hijo menor, que sólo tenía 4 años cuando murió su padre, lo supo a ciencia cierta, hasta que un día se lo explicó Paco, el jardinero. Porque Paco, el jardinero, que vivía en aquella especie de mesón con poyo corrido en la fachada, como era el único astorgano empadronado en el Jardín, sabía muchas andanzas de aquel músico que hizo del templete un endomingado escenario.
Y Paco le contó la historia de por qué su padre llegó a ser Paganini más que Leovigildo. En realidad, el joven director de la Banda regentaba también, junto a su amigo Conrado Prieto, un negocio que tenía contactos con el mundo del espectáculo: el Gran Café Universal. Este cafetín, situado en la plaza de Santocildes, se lo habían arrendado a su propietario Victoriano Ferreras, y se daban allí, además de café exprés, “conciertos de radio”, como atestigua un anuncio incluido en la Guía artística y sentimental de la ciudad de Astorga que publicaron Luis Alonso, Ricardo Gullón y Leopoldo Panero. Pero Leovigildo, que tenía una orquestina particular para su café, era reclamado muchas veces por algunas compañías de zarzuela que pasaban por la ciudad haciendo bolos.
Llegó una vez al Gullón una de medio pelo, sin director, y el empresario acudió a Leovigildo para que dirigiese la orquesta, pero no se presentó a la hora convenida para el ensayo. El nerviosismo se había multiplicado entre los músicos de la compañía, pues su concertino se había puesto enfermo y había que sustituirlo. Al llegar la hora de la verdad, la de la función, cuando le contaron al maestro Blanco el contratiempo, pidió el violín, lo colocó en el suelo al lado del atril, echó un vistazo a la partitura, y en el momento de interpretar el solo que le correspondía lo tocó con nitidez, sin un titubeo, ante el asombro de los espectadores que quedaron boquiabiertos. A la salida de la representación, poco importaba el éxito de la zarzuela, el verdadero éxito había sido el de Leovigildo. El comentario unánime era “extraordinario”, “ni Paganini”, “ni Paganini lo habría hecho mejor”. Y así fue como, desde aquel día, a Leovigildo Blanco empezaron a llamarle Paganini.
Versos para Leovigildo
En realidad Leovigildo era un todo terreno en el mundo musical de Astorga y hasta tenía sus veleidades de versificador, como demuestran algunos versos publicados en el diario Región Maragata en 1916. En este periódico, donde su hermano Isidro cumplía funciones de redactor jefe, se reservó Leovigildo durante una buena temporada un espacio de publicidad. Ofrecía muy barato un piano de cola y anunciaba sus clases de solfeo. Esta presencia insistente de Paganini en el diario acabó siendo objeto de unos ripios en El Fresco, que hizo de él esta semblanza:
“Me asombré de tu ingenio,
pues lo mismo nos endilgas
unos magníficos versos,
que compones una jota
o tocas en un concierto
o cantas en una misa,
o brillas en el teclado”.
Leovigildo escribía versos y los hacía con tal destreza que ya su profesor de retórica en el Seminario se quedó sorprendido un día por sus dotes para la improvisación, según contaba su condiscípulo don Maximiliano Peral. De ello dejó buena muestra en los periódicos, pero no así en su obra musical, para la que buscó siempre otros letristas y versificadores, como el periodista Magín González Revillo (hijo), el canónigo Melitón Amores, el farmacéutico Francisco Ramos Cadenas y el secretario del juzgado Guillermo Sánchez Irure. Los buscó o le buscaron ellos como músico. En enero de 1910, con 19 años de edad -Leovigildo había nacido en Astorga el 23 de agosto de 1890- escribe un vals para piano dedicado “a la distinguida señorita” Paz Primero, su novia y después su mujer, con el título de Amor y felicidad. Guarda la familia como oro en paño el original de esta declaración de amor, autógrafa, que arranca con un andantino y continúa con un dolce.
Las letras con que escribe el nombre de la chica en la partitura sobrepasan en tamaño a las del título del vals y en cierto modo anticipan otro vals lento posterior, titulado Paz, también para piano, que se editó años en Casa Erviti de San Sebastian. Con todo, no era un signo infalible de distinción y de valía publicar partituras en imprentas de fuera, como el fox-trot Su majestad el foot boll, con letra de Revillo, que imprimió Ildefonso Alier en Madrid, porque sucedía justo al revés, que muchos cuplés y partituras de música ligera de los años veinte veían la luz en Astorga, en la imprenta musical de Angel Julián, un personaje de barba florida que dirigió la banda, estrenó zarzuelas y montó un taller litográfico donde se lucía como portadista Demetrio Monteserín.
El torero y los héroes
Casi toda la obra publicada de Leovigildo Blanco está editada en los talleres gráficos de Angel Julián, su colega en el templete. Allí salió a la luz con muy buen dibujo de autografista ¡Murió Granero!, un pasodoble taurino al que Magín Revillo le dio rango de noticia con sus versos, escrito para llorar al torero valenciano que murió en la plaza de Madrid, el 7 de mayo de 1922, empitonado por el toro “Pocapena”. A los quince días de la cogida, vestido con la moda de un cuplé, ya lo estrenaba Lola Montes en el Teatro Alfageme de León, con gran éxito. El cuadernillo de la partitura, para piano y banda, costaba 2,50. En la misma imprenta, con portada alegórica de Monteserín, se editó Laureles de tragedia, una canción sobre el desastre de Annual, dedicada “a los héroes anónimos” que ofrecieron su vida en Monte Arruit, en la Guerra de Africa, en julio de 1921. Con letra de Revillo y escrita para banda, suena ligera como un pasodoble y patriótica como una marcha. La misma pareja de autores, esta vez con portada de Eduardo Alonso Gómez, editó en Angel Julián una historieta para canto y piano, al precio de 2 pesetas, que se titulaba Flor de Alejandría. Y aún tuvieron la humorada de escribir y estrenar en León una pieza de evidente guasa social e intención política, Las dietas traen cola.
El canónigo poeta
Don Melitón Amores era un cura extremeño que había llegado a la ciudad a la sombra del también extremeño y obispo Antonio Senso Lázaro. Tenía la pluma fácil y el verso armonioso, y pronto encontró un hueco en los ambientes culturales de Astorga. A él acudieron los chicos de la Escuela de Astorga para que escribiera los versos que figuran en la cabecera de La Saeta, y así explicar el alcance del título de la revistilla, que quería ser canto y dardo al mismo tiempo. Sus conexiones con la música las dejó bien claras cuando vino el Regimiento de Ordenes Militares en 1924, con su espléndida banda, y cuyo director Félix Andrés tan buenas migas haría con Leovigildo Blanco. Hubo domingos durante el verano de 1925, en que había dos conciertos en el Jardín, uno de mañana y otro de tarde, a cargo de la Banda de infantería y de la Banda municipal, respectivamente. Para aquella ocasión inaugural don Melitón escribió la comedia ¡Ya viene el Regimiento!. También por aquellas fechas imaginó un sainete en prosa, Er periodista, estrenado la víspera de los Inocentes de 1924 en el Teatro Velasco, editado después en Gráficas Sierra.
Las secuencias musicales llevaban la firma de Leovigildo Blanco y sobresalía entre ellas el Pregón del periodista, partitura que se publicó como separata en el imprenta de Angel Julian. Logró tanto éxito que unos meses más tarde el sainete adquirió trazas de comedia taurina, concretó su título llamándose Angel Rodríguez (alias) “Er periodista” y se hizo bastante más largo. La edición de esta remozada pieza, impresa en Sierra en 1925, incluye al final la notación musical de dos canciones para piano -Mari-Rosa y En busca del Amor- con letra de don Melitón y música de Leovigildo, que se interpretan en la función.
El director en su templete
Luis Alonso Luengo recordó más de una vez la figura de Leovigildo “enjuta y nerviosa” subida a este templete, que entonces de alzaba sobre postes de madera. Desde este lugar frondoso soplaban los tipógrafos Luis “el músico” y Mariano Celada, Paco el pertiguero o el famoso Crisanto, bajo la batuta de Leovigildo, que andaba loco perdido por los pasodobles y más si eran taurinos. En el catálogo de obras para banda que escribió hay un buen número de melodías taurinas, una afición que heredó su hijo Julio, aunque éste sabe de toros tanto como su padre sabía de música. Aquí se tocaron muchos pasodobles de la época y algunos firmados por el maestro, que por lo visto seguía la fiesta muy de cerca, como demostró con el dedicado a Granero o el que escribió para el torero Nacional II “El Chico” o el titulado Fiesta en la aldea que Luis el músico era capaz de tararear, aunque hoy se haya perdido su rastro.
Dirigir la Banda Municipal, en una ciudad como Astorga, con tanta vida musical, era un timbre de honor, pero también un asunto de mucha competencia. Había en Astorga por los años en que don Mateo Blanco se paseaba por la ciudad “como un Haydn” -como decía Evaristo Fernández Blanco- un Trío Paganini, aunque nada tenía que ver con Leovigildo, y varias rondallas, y en una de ellas tocaba nuestro Paganini formando un dúo memorable con Agustín Murias, al tiempo que el maestro de capilla de turno se prodigaba en clases de perfeccionamiento musical. El propio Leovigildo, que había recibido lecciones en Madrid, como alumno libre, del autor de La Dolorosa, el maestro José Serrano, y sobre todo, en su ámbito familiar, de su tío Venancio Blanco, aspiraba a dirigir la banda del ayuntamiento al quedar vacante la plaza de Mateo Blanco, pero también pretendía lo mismo Angel Julián.
Y aquí entró a resolver los derechos de batuta la mismísima política municipal, pues Paganini contaba con el respaldo de los concejales liberales y el músico impresor con el apoyo de los conservadores. Se dirimió la contienda nombrándolos a los dos, para que alternaran anualmente la dirección. Y a juzgar por las obras de Leovigildo que se editaron en la imprenta de su contrincante, no parece que se llevaran mal. Ambos lograron que una nefasta iniciativa de suprimir la banda no se llegase a cumplir y hasta Monteserín pintase, para presidir el salón de ensayos, un óleo de Santa Cecilia, la patrona de la música.
Los instrumentistas no eran muchos, pero sí bien avenidos y muy populares en la ciudad y algún instrumento habían, de los más aparatosos de metal, inefablemente abollado, según dicen crónicas del momento. A veces, circunstancialmente, algún músico tenía que desempeñar, por fuerza mayor, otra misión que ocasionaba un evidente desajuste. Un día Paco, el pertiguero, que soplaba el trombón, fue requerido para vestirse con la dalmática de macero durante una ceremonia municipal en la que también había de intervenir la Banda, y se prestó a sustituirle un meritorio llamado Severino. La sustitución no debió resultar muy afinada, pues Leovigildo Blanco al terminar la pieza le reprendió para que lo oyeran todos, con este toque de atención: “Severino, ¿en qué estuviste tocando? ¿En clave de fa o en clave de fu?”
Cuatro zarzuelas y tres toques
La vida de Leovigildo fue corta. Murió el 27 de abril de 1929, a causa de una dolencia pulmonar que lo mantuvo alejado durante más de un año del atril, pero tuvo tiempo para escribir una obra razonablemente extensa, en la que figuran cuatro zarzuelas (Lualba, Con caretas, El primer lío y El trece de enero), las dos primeras con libreto de Guillermo Sánchez Irure y las otras dos con letra de Francisco Ramos Cadenas, unos cuantos valses, bailables de salón, cuplés, pasodobles para banda, entre ellos uno que se titula ¡Viva Astorga!, himnos, piezas de rondalla, un Intermezzo para flauta , violín y piano, y varias obras religiosas, algunas vinculadas con devociones de su parroquia de San Bartolomé, como la Plegaria a la Virgen de los Dolores o los Gozos de Santa Lucía.
En una lista, escrita de su puño y letra, llega a contar Leovigildo treinta títulos. Sin duda es un catálogo muy primerizo pues no figuran en él algunas piezas que acabaron impresas, que merecieron la atención de otras bandas municipales y que sirvieron como atractivo programa en teatros y cafetines de León o de Madrid. Muchas estrenadas, entre la admiración de los astorganos, bajo la cúpula de este mismo templete. Pero, si hay unas pocas notas de Paganini que pueden considerarse castizas de Astorga, aunque muy pocos conozcan su autoría, son los tres toques que compuso para la Semana Santa. Tres melodías para dos trompetas y bombo, alertadoras de la Pasión, que aún sigue estremeciendo la mañana del Viernes Santo con su mi-mi, mi-do y sol-sol-do.
Despedida musical
Sin embargo, nadie sabe dar cuenta melódica, ni se conserva la partitura, de una marcha fúnebre para banda que con el nombre de Sentimental fue interpretada durante su entierro en la tarde del 28 de abril de 1929, desde la parroquia de San Bartolomé hasta el cementerio. Iban en aquel cortejo el alcalde Cipriano Tagarro, una comisión de concejales y la Banda municipal. Hizo Leovigildo de esta composición su testamento musical, puso en ella, quizá pensando en sí mismo, la nota sentimental de una despedida que venía esperando dolorosamente desde hacía meses desde su casa de la plaza de Santocildes. Muchos astorganos que acudían cada domingo al concierto de Paganini acompasaron su sentimiento con aquellas notas que se alejaban de su estilo habitual, que era -como dijo un periódico local en su crónica del duelo- fresco de inspiración, “fácil, jugoso y agradable”. Toda una definición de popularidad para un músico que se empeñó en contagiar de alegría la ciudad, en hacer de aquella Astorga un pasacalle.
José Antonio CARRO CELADA