Se puede llegar a Astorga descendiendo por los llanos de Benavente, en plena ruta de la plata, y la visión es la misma de un centurión de cohorte. Nos sale agresiva y larga como un águila. Si el acoso se produce desde León, al descenso por San Justo, envueltos en la greda milenaria, Astorga se nos abre como una inmensa ciudad y espejismo de sí mismo. Y si el descenso lo efectuamos por la noche y la niebla no ha aparecido, a mí me recuerda a Lyon. Sobre todo, una ciudad sugerida, cuyos pliegues se abren como un periódico inmenso, cuya noticia son las luces. Pero también es posible asediarla bajando del Bierzo y de Galicia. Cuando entramos en ella es llana. Atractiva, pues ésa ha sido su bella espalda. Incluso es posible arribar a la urbe asturicense viniendo de Portugal por Puebla de Sanabria. Y cuando después de Morales y de los altos de Oteruelo se nos presenta nítida, batida por el sol que el Teleno abullona en los cubos de las murallas, su continente es enigmático y cordial a la par. Atravesamos una paramera de estéril arriería, sólo mitigada al fondo y al volapié del Jerga por la Fuenteencalada, la fuente casi feliz de que hablaba Panero.

Por cualquiera de sus cuatro puntos cardinales nos va a resultar fácil aprender la ciudad. Tiene sus secretos. Es libre y sorpresiva, aunque da la impresión de estar programada como un reloj o una maquinaria de Losada. Es decir, con fantasía, imaginativamente sorprendente. Por supuesto, es mes de agosto, y acaso. martes. El agosto trae muchas cosas. Tiene un corazón episcopal en forma de mitra y aquí radica el kilómetro cero de una jurisdicción espiritual que alimenta tierras galaicas, zamoranas y leonesas. El 15 de agosto campanean por la noche los bronces de la María, que despiertan las truchas del Órbigo. Con la María retiñen las Pascualejas, la Prima y la Sardinera. Todas las campanas tienen nombre, edad y desde luego armonía de viejas solteronas o de alegres damitas con polisón y hasta de leves muslos quinceañeros. Es fiesta que anticipa las patronales de Santa Marta.

En agosto, hace diez años, aquí murió en plenas fiestas Leopoldo Panero, el poeta que ha hecho universal la interpretación de estas calles. La foto de la calle de Leopoldo Panero, con las torres al fondo, incorporada a uno de sus libros, fue una poética lanzada personalmente frente a la general de Neruda. Esta calle es el eje del mundo para Panero. O quizá se pueda correr unos metros, muy pocos, este quicio hacia la catedral, rezumadora del canto roto de las choyas que recubren de tanto en tanto el paseo de los canónigos, como una sombrilla por la muralla, de más de un kilómetro de acacias, con oxígeno recto y purísimo de neveríos cercanos, con cinturas prendidas de noviazgos de novilunio.